sábado, 27 de diciembre de 2014

Emigración y navidad, hipocresía nivel máximo. #NosNosVamosNosEchan

En casa, mi madre, mi padre y yo vemos la televisión. Entre lloros, abrazos, besos y pancartas vuelven a casa miles de españolas y españoles,  personas que se han visto obligadas a dejar el país por la situación socio-económica. Entre estas personas hay varias investigadoras que ahora han encontrado viabilidad a sus proyectos de investigación en Francia y Alemania. Una joven pareja hablaba de las oportunidades que Inglaterra les había brindado, ya llevaban varios años y veían aún muy lejos el regreso a España. Otro chico explica los cambios que él ha encontrado entre un contrato firmado en España y otro firmado en Alemania, con las ventajas que ello conllevaba. Con este mapa que nos plantea el noticiero no hay dudas, la solución es salir de España.

Pero yo si que tengo alguna que otra duda. Este año, esta noticia la recibo con otros ojos, este año yo también soy una exiliada más en el extranjero y, de haberme preguntado a mí, no habría sido tan entusiasta al explicar mi experiencia. Tras terminar mi segunda carrera sólo me quedo la opción de salir de España. Sin recursos, mis opciones eran limitadas, así que opté por buscar trabajo de au pair. Así llegó mi primera experiencia en Ginebra donde trabajaría 5 horas al día al cuidado de dos niñas. Llevarlas y traerlas del colegio, jugar con ellas, llevarlas a las tareas extraescolares, darles clases de español y ducharlas. También me dijeron que tendría "que ayudar en tareas muy superfluas del hogar". A cambio yo obtendría 380 euros al mes, habitación y comida. Me seguía pareciendo una opción interesante y con estas ideas llegué a Ginebra. Dos meses después, las cinco horas se habían convertido por "problemas familiares" en 8 horas al día. El contrato que me iban a  hacer, paso a ser un acuerdo entre las partes sin legalizar "ya que es mucho papeleo y realmente no serviría para nada". Las tareas superfluas del hogar se convirtieron en un calendario colgado de la nevera, allí me explicaban cuántas lavadoras tenía que poner, cuándo tenía que limpiar el baño, la cocina, cuándo fregar el suelo de toda la casa y cuándo ordenar los armarios. Y por todos estos cambios, mi sueldo se aumento en 40 euros al mes. Pero yo me sentía estúpida e ilógicamente afortunada al conocer otras historias. En estos dos meses conocí a una chica que sólo podían salir  de casa cuando la familia lo consentía, pues al vivir en el campo era la familia la que debía acercarla a la estación de tren más cercana, aún habiéndole prometido un coche. Esto desembocaba en un horario de trabajo excesivo, pues el tiempo que ella permanecía en la casa era tiempo en el que debía trabajar de manera directa o indirecta. A otra chica, antes de llegar a la casa, le pagaron la mitad de una costosa academia. No era un favor, era un préstamo por el que ella debía trabajar durante 4 meses sin cobrar absolutamente nada. Gracias a esta situación, donde ella debía permanecer en la casa por la deuda, la familia también le modificó el horario de trabajo, llegando muchos días a trabajar 12 al día. Otra chica nos contaba como trabajaba en una casa plagada de cámaras de vigilancia, situación que había conocido gracias a la anterior au pair que dejaba el trabajo por no poder más con la situación. Lo sorprendente es que aún utilizando cámaras para vigilar a la trabajadora, era la propia madre la que no daba un trato correcto a sus hijos, en especial al menor que encima estaba enfermo. Y este tipo de historias se multiplicaban por todos los cauces de comunicación posibles. Tres días antes de salir de Ginebra, leía en un foro de españoles en Ginebra como un chico que también trabajaba de au pair pedía ayuda. Trabajaba sin contrato, como la mayoría, y había tenido un pequeño golpe con el coche familiar mientras volvía de traer a los niños del colegio. La familia, que le pagaba unos 300 euros al mes, le exigía los 900 euros del arreglo.  No tenía dinero y no sabía dónde podía acudir para pedir ayuda.




¿Por qué aguantáis? os preguntaréis muchas personas. Porque cuando estás en otro país, llena de ilusiones y proyectos que sabes son irrealizables en el tuyo;
cuando llegas sola y aún no tienes un círculo cercano al que pedir ayuda, ni conoces los organismos a los que puedes dirigirte; cuando crees que acabar con esa nefasta experiencia es acabar con la única oportunidad que tienes por el momento, no es fácil poner punto y final. Un punto que en muy pocos casos suele ser el definitivo, convirtiéndose en punto y seguido. Pues cuando decides romper con la situación y buscar nuevas opciones, se abren dos posibles caminos. En uno de ellos te tocará enfrentar los problemas de pago, donde o no te pagan el último mes, o en el mejor de los casos, te dan una parte de lo que era tu mísero sueldo. En el otro, comenzará un camino de amenazas para que no abandones la casa. "No puedes irte con tan poco tiempo"; "no tienes contrato pero si un acuerdo y no puedes romperlo así"; "si decides irte te denunciaré a la policía por incumplimiento (de un contrato que no existe)". Las cartas de la necesidad, con las que se movían al principio, dejaban paso a las del miedo, con las que jugaba esta nueva ronda.

Puede que esta otra realidad no venda tanto en navidad (o en cualquier otra estación, porque en españoles por el mundo tampoco nos cubren nunca) o simplemente no interese denunciar que la emigración no es siempre la panacea fruto de un "impulso aventurero", ¿verdad señora Báñez? O puede que quizás siga siendo una afortunada y muchas de estas personas que viven situaciones más parecidas a la mía, que a la de jóvenes españoles triunfadores fuera del país, no puedan permitirse volver a casa por navidad.